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Ricardo Forster
Mirar el pasado para situarnos mejor en el presente

[16/06/2009] En ocasiones resulta un ejercicio indispensable hacer el esfuerzo de instalarse, aunque más no sea a través de los recuerdos o recuperando ciertas marcas dejadas en la memoria, en otro tiempo histórico para iluminar mejor y más agudamente lo que hoy nos está aconteciendo.

Así como desde el presente es posible comprender sucesos del pasado o, al menos, capturar con mayor rigurosidad el sentido de ciertas vicisitudes (pienso, a modo de ejemplo, en lo mucho que podemos aprender del primer peronismo, de las conductas de las clases medias de aquellos años, observando algunas de las cosas que están pasando en la actualidad), también resulta altamente aleccionador mirarnos desde el ayer, interrogarnos por sus diferencias y sus proximidades, descifrar lo que queda de él en nosotros y aquello otro que nos señala su extrañeza. Decir que la dictadura dejó una marca indeleble en nuestro país es, a estas alturas, un lugar común, pero lo que no resulta para nada cotidiano es avanzar con mayor profundidad en el análisis reflexivo de esas marcas, en sus continuidades visibles e invisibles.

Desde otro lugar, aunque bajo las mismas premisas, es imprescindible hacer el relevamiento crítico de lo que ha significado la década menemista entre nosotros, qué de ella nos sigue atravesando y hasta dónde continuamos o no siendo sus deudores.

Señalo estas cuestiones no con ánimo de perderme en los pasadizos laberínticos del pasado ni para dejar constancia de alguna circunstancia olvidada; lo que intento, estimado lector, es preguntar por lo obturado de ciertas realidades no tan lejanas de nuestra travesía como Nación tratando, si se me lo permite, de hacer algunas comparaciones que no intentan ser ociosas.

Hagamos el esfuerzo de instalarnos imaginariamente en los ’90 y tratemos, al mismo tiempo, de proyectar, desde la sensibilidad y las certezas de aquella época, lo que viene desplegándose continentalmente desde principios de este nuevo siglo. Pocos, muy pocos, hubieran acertado a describir un futuro sudamericano en el que un antiguo obrero metalúrgico y fundador de un partido de izquierda se convertiría en presidente, durante dos períodos consecutivos, de Brasil; menos todavía hubieran apostado su dinero afirmando que en Bolivia gobernaría un descendiente de aymaras recogiendo y reivindicando las tradiciones combativas del mundo indígena-campesino del país del altiplano; tampoco hubieran imaginado lo que viene aconteciendo en Venezuela con Chávez o en Ecuador con Correa; tampoco, en medio de sus alucinaciones proféticas, hubieran acertado con el giro del Paraguay o con el triunfo, finalmente, del Frente Amplio en Uruguay, y casi ninguno hubiera anticipado lo que inauguró Kirchner con su inolvidable discurso del 25 de mayo de 2003. Cada uno de estos acontecimientos marcaron y marcan un brusco y decisivo giro en la vida política, económica, social y cultural de nuestro continente que, de un modo tal vez inesperado y destacando las anomalías que como región tenemos respecto de la mayor parte del planeta, anticiparon la puesta en cuestión del dominio globalizador de la ideología y la práctica neoliberal.

¿Recuerda acaso el lector quiénes gobernaban y bajo qué retóricas la mayor parte de los países sudamericanos en la década del ’90? ¿Qué le dicen, qué nos dicen, los nombres de Menem, Fujimori, Collor de Melo, Bucaram? ¿Qué significó el Consenso de Washington y su consecuencia declamada gozosamente por el canciller Di Tella de la entrada en la era de “las relaciones carnales”? ¿Es posible olvidar que esa década significó el horror de la miseria extendida mientras se desplegaba un proceso de concentración de la riqueza como no había conocido antes el continente? Los años ’90 significaron una alquimia de corrupción, despolitización, destrucción del trabajo y de las industrias, ampliación desmesurada de la marginalización y de la pobreza y todo realizado prolijamente en nombre de la democracia y del mercado. América latina debía abrirse al mundo, romper sus prejuicios, sacarse de encima sus resabios populistas y asumir, de una vez y para siempre, el modelo de la democracia liberal que había logrado vencer, en nombre de la libertad de mercado, así nos decían, al horror soviético. Los ’90 fueron años de terrorismo económico, dominados por una retórica del fin de la historia y de la muerte de las ideologías. Fueron también los años del desguace del Estado, de aquella paradigmática frase pronunciada por el periodista estrella de aquella época: “Achicar el Estado es agrandar la Nación”. Una época en la que se habían clausurado tradiciones progresistas y populares en nombre de la lógica desplegada hacia los cuatro confines por el modelo del capitalismo especulativo financiero que se fue devorando el trabajo y la dignidad de millones de habitantes de estas latitudes.

Lo que se anticipó en nuestra región comenzó a suceder a partir de la brutal crisis económica del 2008 en el resto del mundo y, en particular, en aquel centro neurálgico del capitalismo contemporáneo que descubrió, azorado, que los dioses también se mueren y que la eternización de ciertas concepciones y ciertas prácticas son, en el plano complejo de la historia, una mera ilusión ideológica, el intento de perpetuar y de naturalizar un modelo que ha conducido a la mayor parte del planeta hacia una inédita indigencia material, medioambiental y cultural.

La bancarrota, entre nosotros, del neoliberalismo en el 2001 vino a exponer lo que había sucedido en el país “estrella”, en el que mejor se habían hecho los deberes planteados por el FMI y el Banco Mundial, el que más a rajatabla asumió las imposiciones del Consenso de Washington y el que más hizo por dinamitar al Estado entregando escandalosamente el patrimonio nacional privatizando las empresas públicas. Un tiempo, el de los ’90, atravesado por la frivolidad consumista, por la tilinguería y la estupidización televisiva que vieron cómo una parte significativa de las clases medias prefería hipotecar el futuro de sus hijos con tal de darse una vuelta por Miami, verdadera meca de las utopías del cualunquismo nacional que, gracias a la convertibilidad, pudo zambullirse de lleno en las caudalosas aguas del shopping center global mientras se destruían, entre nosotros, el tejido social, el trabajo y lo laboriosamente construido por generaciones de trabajadores argentinos.

La artesanía trabajosa de la memoria sirve, algunas veces, para situarnos mejor en el presente, para no comprar gato por liebre y no dejarnos cautivar por aquellos mismos que, sin decirlo, buscan regresar a esos años en los que gobernaron a su antojo y en los que condujeron a la Argentina, y a gran parte de América latina, al agujero negro de la desolación social, de la miseria y del patetismo cultural y político. Es por eso que hoy resulta fundamental defender cada uno de estos procesos abiertos en la región sabiendo que la caída de uno compromete al resto.

Doctor en Filosofía, profesor e investigador en Historia de las Ideas en la Universidad de Buenos Aires.

Fuente: Buenos Aires Económico http://www.elargentino.com/nota-45455-Para-mirar-mejor-el-presente.html

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