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Joseph Stiglitz
Una nueva dosis de Keynes

[26/05/2009] Joseph Stiglitz y las recetas frente a la crisis de la economía global.

A medida que va entrando la primavera en los Estados Unidos, los optimistas ya ven “brotes verdes” de recuperación de la crisis financiera y de la recesión. El mundo es muy distinto de lo que era la primavera pasada, cuando la administración Bush, una vez más, decía ver “la luz al final del túnel”. Las metáforas y las administraciones han cambiado. No, por lo visto, el optimismo.
La buena noticia es que podríamos estar al final de una caída en picado. La tasa de declive se ha desacelerado. El fondo puede que esté cerca; tal vez se toque a fines de año. Pero eso no significa que la economía global se halle en situación de recuperarse de manera robusta en un tiempo cercano. Tocar fondo no es razón para abandonar las drásticas medidas tomadas para revivir la economía global.

Este desplome es complejo: una crisis económica combinada con una crisis financiera. Antes de que se produjera, los endeudados consumidores norteamericanos eran el motor del crecimiento global. Ese modelo ha quebrado, y no se hallará sustituto de un día para otro. Porque, aun si los bancos norteamericanos gozaran de buena salud, lo cierto es que la riqueza de los hogares ha sufrido daños devastadores, y los norteamericanos se hipotecaban y consumían suponiendo que los precios de sus casas seguirían subiendo eternamente.

El colapso del crédito empeoró las cosas; y las empresas, enfrentadas a unos costes crediticios al alza y a unos mercados a la baja, respondieron al punto recortando inventarios. Los pedidos cayeron abruptamente –proporcionalmente, mucho más de lo que cayó el PIB–, y los países que dependían de bienes de inversión y duraderos –desembolsos postergables– recibieron un correctivo particularmente duro.

Es probable que asistamos a una recuperación en algunas de las áreas que tocaron fondo entre fines de 2008 y comienzos de este año. Pero hay que percatarse de lo que ocurre en los fundamentos de la economía: en Estados unidos, los precios de los bienes raíces siguen cayendo, millones de hogares están con el agua al cuello, con unas hipotecas que valen más que el precio de mercado de la vivienda y un desempleo al alza, con centenares de miles acercándose al final de las 39 semanas de cobertura del paro. Los Estados se ven forzados a despedir trabajadores, a medida que se desploman sus ingresos fiscales.

El sistema bancario acaba de ser sometido a un test para averiguar su grado de capitalización –un test de “estrés” nada “estresante”–, y algunos no pudieron pasar la prueba. Pero, en vez de dar por bienvenida la ocasión de recapitalizarse (tal vez con ayuda pública), los bancos parecen preferir una respuesta a la japonesa: saldremos, mal que bien, del paso.

Los bancos “zombis” –muertos, pero todavía circulando entre los vivos– están, conforme a las inmortales palabras de Ed Kane, “apostando a la resurrección”. Repitiendo la debacle de Savings&Loan en los ’80, los bancos recurren a la contabilidad tramposa (se les permitió, por ejemplo, mantener en sus libros activos problemáticos sin obligarles a la depreciación, en la ficción de que esos activos podrían llegar a madurar y, de uno u otro modo, sanearse). Peor aún: se les permite tomar préstamos baratos de la Reserva federal estadounidenses, respaldados por un colateral ínfimo, para, simultáneamente, adoptar posiciones de riesgo.

Algunos bancos declararon ingresos en el primer trimestre de este año, la mayoría dimanantes de la prestidigitación contable y de los beneficios comerciales (léase: especulación). Pero eso no hará que la economía vuelva a funcionar rápidamente. Y, si las apuestas salen mal, el coste para el contribuyente norteamericano será todavía mayor.

El gobierno estadounidense también está apostando a salir, mal que bien, del paso: las medidas de la Fed y las garantías del gobierno entrañan el acceso de los bancos a fondos baratos y unos tipos de interés altos para los créditos. Si no pasa nada desagradable –pérdidas con las hipotecas, con los bienes raíces comerciales, con los préstamos a las empresas y con las tarjetas de crédito–, los bancos podrían llegar a ser capaces de levantar cabeza sin verse sumidos en otra crisis. En unos cuantos años, los bancos estarían recapitalizados, y la economía regresaría a una senda de normalidad. Este es el escenario de color de rosa.

Pero las distintas experiencias hechas en todo el mundo sugieren que ésta es una perspectiva erizada de riesgos. Aun con unos bancos saneados, el proceso de desapalancamiento y la consiguiente pérdida de riqueza significan que, muy probablemente, la economía será débil. Y una economía débil significa, muy probablemente, más pérdidas bancarias.

Los problemas no se limitan a los Estados Unidos. Otros países, como España, tienen sus propias crisis inmobiliarias. La Europa oriental tiene sus problemas, que repercutirán probablemente en unos bancos europeo-occidentales muy apalancados. En un mundo globalizado, los problemas en una parte del sistema reverberan al punto por doquiera.

En anteriores crisis, como la que se cebó con el Este asiático en la década pasada, la recuperación fue rápida, porque los países afectados pudieron hacer de la exportación su vía hacia una renovada prosperidad. Pero ahora se trata de una caída sincrónica global. Norteamérica y Europa no pueden hacer de la exportación la vía de salida de sus tribulaciones.

La estabilización del sistema financiero es una condición necesaria, pero no suficiente, para la recuperación. La estrategia norteamericana para estabilizar el sistema financiero es costosa e injusta, porque pasa por recompensar a quienes causaron la catástrofe económica. Pero hay una alternativa que, en substancia, significa jugar con las reglas de una economía normal de mercado: trocar deudas por acciones.

Con un trueque tal, la confianza regresaría al sistema bancario, y se reanudaría el préstamo sin apenas costes para el contribuyente. Ni es particularmente complicada la cosa, ni es novedosa. Obviamente, a los tenedores de obligaciones y bonos no les gusta nada: preferirían un regalo del gobierno. Pero hay usos del dinero público harto mejores que eso, incluida una nueva ronda de estímulos.

Toda caída tiene un final. La cuestión es la duración y la profundidad de esa caída. A despecho de algunos brotes primaverales, deberíamos prepararnos para otro invierno sombrío: llegó la hora del Plan B para reestructurar la banca. Y de otra dosis de medicinas keynesianas.

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