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CTA - Observatorio del Derecho Social // Boletín Electrónico Periódico // Año 02 Nº 16
LIBERTAD Y DEMOCRACIA SINDICAL: RECUPERAR LAS COMISIONES INTERNAS PARA CONSTRUIR PODER POPULAR

Por Luis Ernesto Campos.
[7/08/2007]

1. La discusión sobre libertad y democracia sindical luego de diciembre de 2001.

La Central de Trabajadores de la Argentina, desde su origen, ha afirmado como sus principios fundantes la lucha por la libertad y la democracia sindical, y el reclamo por una distribución igualitaria de la riqueza.

En este contexto, me interesa reflexionar sobre dos interrogantes que se desprenden de esta afirmación. Por un lado, indagar sobre la relación existente entre la libertad y la democracia sindical y la actual estructura de distribución de la riqueza en Argentina. Por el otro, analizar cuáles son las herramientas con que cuentan los trabajadores para disputar una mayor participación en el producto total.

La historia de la distribución de la riqueza en nuestro país tiene varias etapas. La mayor participación de los trabajadores se dio en los años 1949 - 1950 y 1973 - 1974, cuando la suma de la masa salarial era de alrededor del 50% del producto bruto interno.

Este proceso experimentó un cambio sustancial a partir del golpe de estado de marzo de 1976. Desde entonces, y hasta diciembre de 2001, la situación de la clase trabajadora fue en permanente retroceso. El salario real retrocedió casi un 60%, la participación de los trabajadores en el producto se redujo a la mitad, y durante la década de los ’90, a través de las privatizaciones, se transfirieron a los grupos concentrados los principales activos que constituían el patrimonio social construido durante décadas por el pueblo argentino.

Las consecuencias de este proceso en el conjunto de la clase trabajadora también se expresaron en la evolución de otras variables sociales. En el año 2002 la cantidad de población por debajo de la línea de pobreza superó ampliamente al 50%, mientras que la indigencia alcanzó a más de un cuarto de la población. Al mismo tiempo, el 40 % de los trabajadores se encontraban desempleados o subempleados. Por otra parte, la situación de los trabajadores ocupados también experimentó un retroceso: los trabajadores sin aportes jubilatorios llegaron a expresar casi el 50% del total.

La evolución de estas variables es bien conocida, y ha sido un eje central de las discusiones políticas y sindicales tanto en la etapa previa a la crisis de 2001, como en los años que se sucedieron desde entonces.

Sin embargo, las consecuencias de este proceso no se agotan en este análisis. En efecto, durante el período que media entre el golpe de estado de marzo de 1976 y el estallido de diciembre de 2001 se produjo una constante y sutil destrucción de las herramientas de poder de los trabajadores en los lugares de trabajo, elemento que condiciona las posibilidades de acción en el contexto de los cambios experimentados en el patrón de acumulación del capital a partir de la crisis de fines de 2001.

En este marco, el objetivo de este trabajo es analizar las condiciones de posibilidad de los sectores populares, a fin de promover las acciones necesarias para dar respuesta a las demandas sociales que aún hoy siguen siendo urgentes.

2. Las propuestas de los sectores populares y la necesidad de caracterizar la etapa actual.

La CTA, junto con otras organizaciones del campo popular, denunció permanentemente las políticas implementadas durante la década de los ’90, y señaló, con anterioridad, cuales serían sus consecuencias en términos sociales, económicos y políticos.

A su vez, la conformación del Frente Nacional contra la Pobreza (FRENAPO) constituyó un ejercicio de diagnóstico, articulación y construcción de una propuesta colectiva inédito durante décadas en nuestro país. Por entonces, la bandera “Ningún hogar pobre en la Argentina” y la propuesta del “Seguro de Empleo y Formación” importaban, a la vez, una expresión de resistencia y una alternativa superadora, que permitía congregar a su alrededor a organizaciones sindicales, políticas, de derechos humanos, barriales, culturales.

Las características del proceso emergente a partir de diciembre de 2001 obligaron a las organizaciones del campo popular a incorporar nuevos problemas en su marco de acción.

Como consecuencia de ello, en la actualidad contamos con un sólido conjunto de propuestas elaboradas con un importante grado de detalle, que se refieren tanto a la política de ingresos (seguro de empleo y formación, asignación universal por hijo, asignación universal para los adultos mayores), a la política salarial (determinación de la Canasta Básica y, en función de ella, del salario mínimo, vital y móvil, convocatoria al Consejo del Salario con anterioridad al inicio de las rondas de negociación colectiva salarial, fomento de la negociación colectiva como herramienta distributiva, recuperación del sistema público, universal y solidario de jubilaciones y pensiones), e incluso a la política tributaria (eliminación del impuesto a las ganancias a los bienes que componen la canasta básica, eliminación de las exenciones al impuesto a las ganancias, especialmente aquellas derivadas de los activos financieros y de las transferencias de capital).

Este conjunto de propuestas ha sido largamente debatido y reclamado desde nuestra central. Para ello basta con remitirnos a las conclusiones de los congresos de la CTA y a los numerosos documentos e informes del Instituto de Estudios y Formación y del Observatorio del Derecho Social, entre otros.

Al respecto, no me interesa volver sobre los alcances de estas iniciativas, sino tan sólo señalar dos cuestiones que, entiendo, resultan centrales.

En primer lugar, es necesario afirmar que se trata de herramientas necesarias en la actual coyuntura, pero que por sí solas resultan insuficientes para revertir las consecuencias del proceso económico y político desarrollado entre 1976 y 2001.

En segundo lugar, y esto constituye el nudo central de esta discusión, resulta imprescindible debatir acerca de las características y situación actual del actor social que va a ser capaz de llevar adelante estas demandas. En otras palabras: quién será el colectivo que contará con el poder necesario para exigir e imponer, a las restantes fracciones sociales, las propuestas provenientes de las organizaciones del campo popular.

En efecto, en tanto no se configuren organizaciones populares con poder suficiente, aún de tener éxito con este propósito dichas medidas corren el riesgo de agotarse en el corto plazo, sin asegurar que sus efectos benéficos se canalicen hacia los sectores populares, y no sean reapropiados por las fracciones hegemónicas del bloque de poder.

La vigencia de la libertad y la democracia sindical se transforma, de esta manera, en una herramienta indispensable para construir poder popular allí donde se desarrolla el proceso productivo, es decir, en el lugar de trabajo.

3. La recuperación de las comisiones internas como parte de la estrategia de construcción de poder popular.

La insuficiencia de las propuestas que hasta el presente hemos desarrollado desde las organizaciones del campo popular proviene de su incapacidad para poner en el centro de la escena aquellas consecuencias menos visibles del patrón de acumulación del capital vigente en nuestro país entre 1976 y 2001, es decir, de su ineficacia para recuperar el poder popular allí donde se realiza el proceso de producción.

Históricamente la Argentina contó con altos niveles de sindicalización y conflictividad de la clase obrera, y ello fue independiente de la ley que estuviera vigente o el gobierno de turno, sea democrático o militar.

Producto de este proceso, las comisiones internas, representantes directos de los trabajadores en el lugar de trabajo, tuvieron un fuerte desarrollo, tal vez el mayor dentro de los países de América Latina.

De esta manera, las etapas de mayor participación de los trabajadores en el ingreso nacional se caracterizaron por la presencia de altos niveles de representación y disputa de los trabajadores en el seno de la empresa, escenario natural de lucha por la desigualdad.

Sólo comprendiendo esta construcción histórica puede explicarse que el golpe de estado de 1976 haya tenido, como uno de sus principales objetivos, destruir la capacidad de organización y poder de los trabajadores. La desindustrialización fue una herramienta; la desaparición, tortura y asesinato sistemático de los miembros de las comisiones internas fue otra.

Treinta años más tarde, los resultados de este proceso han sido los previsibles. Según un estudio del Ministerio de Trabajo realizado en el año 2005, en sólo el 12% de las empresas existe un delegado de los trabajadores, y este porcentaje sólo se eleva al 52% en las empresas que cuentan con más de 200 trabajadores. En otras palabras, en la mitad de las grandes empresas de nuestro país los trabajadores no tienen representación directa allí donde se desarrolla el proceso de producción, en el lugar de trabajo.

Las comisiones internas virtualmente han desaparecido, y con ellas el poder de los trabajadores en el seno de la empresa.

Esta es la expresión más brutal de las violaciones a la libertad y la democracia sindical en nuestro país, que no sólo no han podido ser prevenidas por el “modelo sindical argentino” regulado por la ley 23.551, sino que en gran parte han sido posibilitadas por él.

Si no revertimos prontamente esta realidad, las modificaciones a las políticas de ingreso, salariales o tributarias, no tendrán un actor social que esté en condiciones de exigirlas y, posteriormente, sustentarlas. En efecto, será imposible construir una sociedad más justa sin limitar las desigualdades en el interior de las empresas, puesto que ellas se proyectan, necesariamente, hacia el exterior del ámbito de trabajo, y para ello se requiere, como acción primordial, recuperar el poder de los trabajadores en dicho espacio.

Es por ello que resulta urgente remover los obstáculos normativos contenidos en la ley 23.551, que impiden a los trabajadores elegir la forma de organización que deseen. En particular, es imperante establecer una amplia tutela a los activistas y representantes sindicales.

En este contexto, resulta necesario promover una fuerte campaña de sindicalización y de designación de representantes directos por parte de los trabajadores en el lugar de trabajo. Tanto el Estado como las organizaciones sindicales tienen la obligación de actuar en este sentido: el Estado, a fin de garantizar la plena vigencia de los derechos reconocidos en la Constitución Nacional, los tratados internacionales de derechos humanos y los convenios de la OIT; las organizaciones sindicales, en virtud de su mandato histórico y como parte de una estrategia necesaria.

La CTA cumple un rol ineludible en este proceso, y debe profundizarlo. Así como durante la década de los ’90 la central fue pionera en abrir sus puertas hacia todas las formas de organización de los trabajadores (ocupados o desocupados, formales o informales, nucleados en organizaciones sindicales o barriales), hoy es el espacio natural de confluencia de los nuevos colectivos de trabajadores, muchos de ellos conformados por jóvenes sin experiencia sindical, que surgen en el sector privado como una consecuencia lógica del proceso de crecimiento económico.

Ahora bien, la experiencia histórica y reciente indica que los trabajadores se organizan aún a pesar de los marcos normativos y de la actitud de las organizaciones sindicales y políticas existentes, y que este fenómeno se exacerba en situaciones de crecimiento económico.

La reacción patronal ha sido la previsible. De ello dan cuenta la proliferación de despidos discriminatorios, todos ellos con motivo de la actividad sindical de los trabajadores: Guillermo Acedo, despedido por IBM; Maximiliano Arecco, elegido delegado en la empresa Praxair; Guillermo Carrera, Secretario Gremial de la CTA de Tigre y activista en la empresa Ford; Gustavo Paredes, despedido por Diebold; Gustavo Córdoba, activista en la empresa Wall Mart; Omar Rombolá, quien intentaba organizar la comisión interna en la empresa Coca Cola.

La situación por la que atraviesan estos compañeros da cuenta de un fenómeno mayor: la creciente organización de los trabajadores en el lugar de trabajo, y la reacción de la patronal para evitar que los trabajadores reconstruyan su poder allí donde se disputa el proceso productivo. En este sentido, la respuesta estatal frente a los conflictos en Neuquén, Salta y Santa Cruz, cuyo extremo fue el brutal asesinato de Carlos Fuentealba, comienza a mostrar los límites a los cuales puede ser llevada la puja distributiva.

Remover los obstáculos para que los trabajadores puedan constituir las organizaciones sindicales que estimen convenientes, recuperar el poder de los trabajadores allí donde se disputa el proceso productivo, y garantizar que no serán objeto de represalias en virtud de su actividad sindical, debe transformarse en una prioridad para la CTA.

Sólo así contribuiremos a construir el sujeto social con capacidad (poder) para llevar adelante las demandas de la clase trabajadora, y lograr la conformación de una sociedad más igualitaria.

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